El día 2 de julio de 2002 ha fallecido nuestro paisano Emilio Lorenzo Criado.
Emilio Lorenzo, hijo de Emilio y Candelas, había nacido en Puerto Seguro el 10 de junio de 1918.
Éste, su pueblo natal, le rindió un cálido y merecidísimo homenaje los días 13 y 14 de agosto de 1994, colocándose una placa en la que fue la casa de su infancia.
Ahora Puerto Seguro lamenta la pérdida de este paisano ilustre, que fue miembro de la Real Academia de la Lengua.
Siempre fue un hombre sencillo y próximo, un hombre de palabra y enamorado de las palabras.
Emilio Lorenzo, Puerto Seguro te recuerda. Descansa en paz.
Detrás de su aspecto -para algunos, temible- o de su fama de hueso era una persona que --quienes le conocisteis bien, podéis certificarlo-- nunca hizo mal a nadie ni disfrutó con la desgracia ajena. Trataba de ayudar a quienes se le acercaban y de complacer a cuantos le pedían un favor.
"Hay que hacer favores a la gente: y no hay que esperar que te los devuelvan" solía decir. Como el personaje de Bernard Shaw, trataba igual a todo el mundo, pero a diferencia de Doolittle, era igual de amable con el becario que con el rector. ¡Cuántas veces me ha dicho alguien que había padecido el suplicio de una oposición: "¿Tu padre? se portó muy bien conmigo." O una camarera de la facultad "¿Es tu padre? Siempre tiene la palabra amable con la gente."
No es momento éste de dilucidar sus méritos académicos y de decidir lo sabio que era. Ahí están sus libros y artículos para quien quiera juzgarle con conocimiento de causa. Lo que sí es evidente es que no iba de sabio. Como acertadamente decía otra Shaw -su amiga Patricia- en el homenaje que le dedicaron hace unos años discípulos suyos en Zaragoza: D. Emilio, like all true scholars, wears his learning lightly.
Algunos consideraban vulgar esta campechanía. El a su vez los consideraría unos pedantes.
Esta franqueza, para algunos excesiva, le granjearía algunas enemistades, pero también la simpatía de quienes acostumbran a callar por prudencia.
Para él no tenía sentido la frase del pobre jesuita Malagrida, citada por Stendhal: "La parole a été donée à l´homme pour cacher sa pensée".
Casi siempre dijo lo que sentía y casi nunca, por suerte, tuvo que sentir lo que dijo.
Además, su juicio sobre las cosas y las personas solía ser meditado y pocas veces tuvo que cambiarlo. Rara vez se ensañaba con el corto de luces. Solo era implacable con el pedante o el malvado. Pero esta franqueza rara vez era hiriente.
Era algo tan simple -y tan complicado- como la naturalidad de decir en cada momento lo que se debe decir: no lo que los demás esperan oír ni tampoco lo que temen que se les diga. Cumplía así una estricta etiqueta que ya no cotiza en círculos donde se valora lo oscuro, lo retorcido o un pretendido ingenio que no es más que ramplonería.
En su llaneza, en su deliberada falta de formulismos había algo de inverted snobism, algo que debe de ser la norma en Castilla, razón por la que no tiene que se sepa un nombre específico. Era llano porque no sabía ser engolado, pero sabía ser endiabladamente preciso cuando la complejidad de la materia lo exigía y consideraba que el interlocutor entendía los términos.
¿Quién sabe si esta franqueza le costó la destitución en los cursos de Santander, en los que llevaba trabajando desde hacía veinte años? De esta su primera muerte, en 1980, tardó algo en recuperarse. No es una hipérbole, digo su "primera muerte" porque para algunos que él tenía por amigos dejó literalmente de existir. Fue una buena criba porque quedaron solo los verdaderos amigos.
Pero ni esta destitución ni las durísimas secuelas de la enfermedad hicieron mella en su espíritu.
En cuanto pudo, siguió dando clases: primero como catedrático emérito y luego en los cursos de doctorado. Gratis et amore, acudía los sábados a sus cursos donde diseccionaba la obra más difícil de Joyce con un número creciente de alumnos. La enseñanza era su pasión, pero los jueves no faltaba a sus reuniones académicas, ni dejó de escribir artículos, dictar conferencias o asistir, como pudo, a mesas redondas.
En su respeto por el etiqueta, la corbata era importante, pero no era tan esencial como el imperativo de ser amable con todos, de responder absolutamente todas las cartas y de devolver todas las llamadas: incluso las de esos desconocidos que importunan con peticiones absurdas a quienes publican.
Pero era fiel a otros principios y códigos que yo desconocía. En virtud de uno de ellos, por ejemplo, le parecía inconcebible que alguien menospreciara a la ligera la obra de un colega o compañero sin razonarlo. Esto solo se debía hacer pública y razonadamente, por escrito, en una reseña. "Lo que pensamos de un colega lo hemos dicho siempre por escrito y, si no, a callarse". Supongo que este código académico sería el mismo que aprendió de sus profesores y maestros: Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Carlos Clavería, Fernández Ramírez o García Blanco, y no debe ser otro el que respetan sus amigos y colegas, algunos de ellos, hoy aquí presentes.
Estas personas eminentes del siglo pasado procuraban tenerlo todo: además de la erudición, la brillantez y la finura en los modales, la bondad.
Hablo con conocimiento de causa porque a mí, que era un monicaco, me trataban con exquisito respeto y una atención que me desbordaba. Dámaso, Lapesa, Rosales o Alarcos, han sido verdaderos humanistas, pero no los únicos. ¿Tan difícil es conciliar el rigor intelectual con la simpatía, el humor y la amabilidad con cualquier ser humano?
Pero a mi padre le indignaban algunas cosas. No hubiera firmado el epitafio de Swift ("Aquí yace el cuerpo de Jonathan Swift, donde la indignación ya no puede lacerar su alma") ni consideraba, como el deán loco, que el ser humano sea "la criatura más vil que se arrastra sobre la superficie de la tierra" pero sufría cuando la gente no era tan recta como él esperaba, se indignaba. El mundo distaba mucho de ser como él y sus maestros lo habían planeado.
Sin embargo, aunque no era un mundo dirigido solamente por personas eminentes y respetuosas, y, a veces, incluso buenas, era una meritocracia donde también podían mandar los más inteligentes.
La gente no cumplía a rajatabla sus estrictas normas ni respondía a los e-mails (destreza que él logró dominar a la perfección ), pero sí, la gente cada vez era más puntual y, a veces, no olvidaba la palabra dada. Había personas rectas, se escuchaban palabras amables, surgían muestras de cariño sorprendentes. Mi padre cada vez se indignaba menos.
Era un hombre de palabra, pero, sobre todo, era un hombre que disfrutaba con las palabras ("los que, como yo, disfrutamos con las palabras", dice en alguno de sus artículos ). Era cierto. Atesoraba palabras, se llenaba los bolsillos de la chaqueta con recortes, notas, papelitos. Las coleccionaba como un entomólogo.
Al escribir, buscaba la palabra justa... y la encontraba. A veces, incluso en varias lenguas.
Pero este don no es hereditario, así que voy a ir concluyendo.
Conservó su curiosidad hasta el último momento: todo lo asimilaba y clasificaba en su bien organizada cabeza (a diferencia de lo que ocurría en su mesa, cada cosa estaba en su sitio ). Hicimos muchas excursiones, a la Sierra de la Estrela, a la región de la Vera, a Soria. Yo a los pocos meses ya había olvidado los nombres de los pueblos; él los recordaba como si hubiera sido su primer viaje escolar: Figueira d'Hospidal, Caldas da Felgueira, Ayllón, Jaráiz, Tiermes...
En un atardecer en esas ruinas ibéricas perdió pie y casi se rompe algo queriendo ver de cerca el yacimiento arqueológico. Como disculpándose de su osadía, impropia de la edad, nos explicaba: "Lo único que conservo de la juventud es la curiosidad"
Sería inexcusable no mencionar a su mujer, Maruca, que murió en estas mismas fechas hace doce años. Una buena parte de los logros de mi padre, el impulso y la inspiración, se los debe sin duda a una mujer que, hasta donde pudo, le ayudó en su carrera profesional renunciando a la suya.
Muchos han destacado las ganas de vivir de mi padre. De ello, damos todos fe: hace apenas unas semanas atacaba con entusiasmo un churrasco argentino y reivindicaba después la rebeldía de fumarse un cigarrillo.
También muchos han destacado su sentido del humor, su aire de niño travieso, sus ojillos risueños, sus ganas de vivir. En el hospital, incluso en los últimos días, cuando la suerte estaba ya echada -y él lo sabía- era capaz de distanciarse con humor de lo que se avecinaba. Con una sonrisa enigmática, mirando de reojo hacia quien estuviera allí, podía oírsele decir como hablando consigo mismo:
"Oscuro e incierto se presenta el reinado de Witiza"
Tal vez hubiera preferido un funeral menos solemne y grave, más irlandés. Tal vez hubiera querido que éste hubiera sido --en uno de esos retruécanos de Joyce que tanto le gustaban-- un auténtico fun-for-all.