Emilio Lorenzo era un sabio y un hombre bueno. Era también el mejor y más atento lector de periódicos que jamás he conocido. Durante cinco años, semana tras semana, tuve la dicha de compartir con él los trabajos de nuestra pequeña comisión en la Academia, junto con Antonio Muñoz Molina, Eduardo García de Enterría, Fernando Fernán-Gómez y Alonso Zamora Vicente, bajo la batuta insustituible del propio director de la institución, Víctor García de la Concha.
Las sesiones, de habitual muy movidas, se veían interrumpidas constantemente por el activismo imparable de don Emilio, cuya absoluta sordera le impedía con frecuencia seguir el hilo de los debates, en los que en modo alguno renunciaba a intervenir. Y sus opiniones, sus dictámenes y sus avisos eran siempre certeros. Llegaba mucho antes de la hora en punto a las reuniones de los jueves, cargado de papeletas sobre nuevos vocablos y de recortes de titulares y artículos de casi todos los periódicos, que volcaba sobre mí con cierto cachondeo, poniendo de relieve siempre los errores, los excesos y las estupideces que publicamos los periodistas. 'Dile a Grijelmo que...' era la frase habitual con la que culminaba sus críticas a nuestro Libro de estilo, al que por otro lado elogiaba abiertamente en lo esencial, lo mismo que a la labor meritoria de sus redactores.
Hoy puede decirse que don Emilio ha muerto en plena juventud, pese a lo avanzado de sus años. Guardó hasta el final su capacidad creativa, su afán polémico y su erudición extensísima. Con él desaparece el mejor experto en anglicismos con que contaba la filología hispánica y un hombre de una bondad y una simpatía personal apabullantes. Echaremos de menos su pequeño micrófono, orientado hacia sus interlocutores para mejor oírles, su sonrisa de niño y su mente privilegiada.