Con Emilio Lorenzo me ha quedado esa sensación de haber llegado yo siempre tarde. Cuando hace unos años se le hizo un homenaje en su pueblo, en un sofocante día de agosto, me vine a Salamanca, desde un lejano mar, para participar en él. Tras hora y media de espera me sorprendió que no apareciese el organizador que me iba a llevar en coche hasta Puerto Seguro; pero me sorprendió mucho más enterarme muy pronto de que el acto se había celebrado el día anterior. Ahora he vuelto a llegar tarde a convivir con él: apenas me ha dado tiempo para verlo esbozar unas cuantas etimologías del inglés y del alemán. Hoy mismo acababa de pedirle a Octavio Pinillos, un exquisito amigo común, que me acompañara a visitarlo y, sin tiempo aún de concertar la entrevista, me entero con gran dolor que tampoco esta vez voy a llegar a tiempo.
Al menos su obra ha estado muy presente en mi trabajo. En diferentes ocasiones me he acogido a ese sintagma de «lengua en ebullición» que acuñó hace muchos años y que le sirvió como título provocador de uno de sus libros. Tal combinación ¬lengua en ebullición¬ tiene la condición aparente de lo obvio, pero nos permitió entender a las personas de mi generación que las lenguas no son ni uniformes ni monolíticas y que ¬dicho esto en plena euforia del pensamiento sincrónico¬ contienen en sí el gérmen de la evolución. Tuvo don Emilio también algo de pionero al considerar que las lenguas se vestían de manera distinta en las diferentes ocasiones en que se empleaban. Un opúsculo publicado en Logroño en 1991, sobre lo que se conoce como «nivel» y «registros» de nuestra lengua, me sirvió en un manual de bachillerato para escribir a mis jóvenes lectores esas distintas situaciones en las que condicionan el uso de una lengua, como mucho antes me habían servido sus «Consideraciones sobre la lengua coloquial» para adentrar a mis alumnos por caminos que ahora se recorren con mucha mayor facilidad. Volví a encontrarme con aquel trabajo sobre los niveles y los registros, y con muchos otros, y viviendo yo lejos de aquí en un libro titulado «El español en la encrucijada», que contenía no sólo dosis grandes de su sabiduría lingüista, sino de sentido común también. Fue para mí la segunda parte del banquete intelectual que supone para un etimólogo degustar sus «Anglicicismos hispánicos», publicados en 1996, donde se afrontan los problemas de los préstamos ingleses con prudencia y ponderación, es decir, con sabiduría.
Esta vez no soy yo quien ha llegado tarde sino que nos lo han arrebatado inesperadamente, demasiado pronto. El día 7 de octubre tenía que participar yo en un homenaje que le hacía la Universidad de Salamanca, con motivo del doctorado «honoris causa» que se iba a celebrar un par de días después.
Se nos ha ido ahora que nuestro diccionario tanto lo necesitaba. Aunque mucho más lo necesitamos sus amigos, incluso los recién llegados.