miércoles, 3 de julio de 2002



En la muerte de un sabio

Luis María ANSÓN, de la Real Academia Española

Tenía la ventaja de estar sordo. Así es que escuchaba sólo lo que le interesaba. Conectaba su aparato o se aislaba a conveniencia. Era un hombre muy cordial, muy simpático, muy atento, aunque tenía capacidad para el mordisco. Dominaba de tal forma el mundo de la filología, que nadie discutía su prestigio. Era un sabio enamorado que se deshacía de ternura por las palabras, un científico que diseccionaba cada vocablo con la seguridad del cirujano, que odiaba las verborreas soleadas de algunos de sus colegas, la política calcinada de la Universidad española.




-No se enteran -me dijo un día-. Haz el favor de proponer el vocablo negritud. Tengo un arsenal de datos que lo respaldan como término español.

Y era verdad. Me dejó abrumado con su erudición y su dominio del español y del inglés. Era el silencio sonoro, la palabra incandescente, la denuncia de la expresión tórpida. Le incorporé en su día a la colaboración en ABC y publicó terceras memorables. Era capaz de escribir colaboraciones periodísticas de divulgación junto a algunos de los libros más profundos sobre la ciencia filológica que aparecieron en España durante el siglo XX. Madrugaba sobre las palabras. Tenía algo de felino agazapado que saltaba sobre la pieza. Su musculatura literaria se probaba en la denuncia de algún filólogo zámbigo que zanqueaba.

Había vaticinado la ebullición del español como lengua universal después del inglés. Le asombraba la torpeza de los políticos nacionales ajenos al tesoro cultural de nuestro idioma, incapaces de defenderlo ni en España ni fuera de España.

En la Academia se había ganado el respeto de todos. Lo ha devastado una enfermedad cruel. Sus amigos sabemos que ni humanamente ni científicamente será fácil reemplazarle. Con él se entierran hoy las cenizas de la inteligencia. No se han cumplido seis años de mi elección en la Academia, a la que Emilio Lorenzo me propuso junto a Cela y Nieva, y se han muerto ya tantos «inmortales» que el ánimo se encoge y lloran a lágrima viva los puntos de la pluma.