miércoles, 10 de julio de 2002



Emilio Lorenzo

Antonio PRIETO

En algunas ocasiones, quizás señalado por el Fatum colectivo que al propio Júpiter obligaba, he llegado tarde a muchas citas. Esta columna misma de hoy, miércoles, llega al periódico con una semana de retraso, ya que debió ser redactada para el miércoles anterior. En éste, día 3 de julio, me encontraba presidiendo un tribunal de tesis doctoral en la Facultad de Filología de la Complutense. Previamente, en el bar univer- sitario, me había encontrado con el catedrático de latín Juan Lorenzo. Como en otras ocasiones estuvimos hablando del académico Emilio Lorenzo, con el que nos unía una vieja y familiar amistad. El filólogo latino acababa de visitar a Emilio Lorenzo, muy menguado físicamente, perfecto de mente, y quedamos para visitarlo. Luego, en el Salón de Grados donde se celebraba la tesis, recordé cómo estábamos en el mismo local en el que muchos años atrás yo me había doctorado en Filología Moderna ante un tribunal presidido por Emilio Lorenzo, tras el cual fue acrecentándose nuestra amistad. En el mismo local también realicé después mis oposiciones a la cátedra de Literatura Española y allí cumplí mi primer examen oral de Literatura con Maldonado de Guevara, otro salmantino ilustre. Recordé, con la nostalgia de la edad, cómo podría parecer injusto que los seres perecieran mientras que las cosas, los edificios, permanecían. Porque, como nos dicta la ciencia, frente a la ida del ser humano, las sustancias que pueblan nuestro universo pueden arder, disolverse, fraccionarse, pero no por ello desaparecen sino que se recombinan de modo diferente y la cantidad de materia total continúa siendo igual.

Docente yo en la área de Filología Italiana, durante bastante tiempo tuve frecuente trato con Emilio Lorenzo, a la sazón director de todo el Departamento de Filología Moderna. Algunas veces nos reuníamos en el bar con nuestro gran amigo José Luis Pinillos y ambos se reían de que yo hubiera encontrado en Zaragoza una peluquería, en la cual me servía habitualmente aprovechando mis numerosos viajes de Madrid a Barcelona. También hablábamos de la no rara pedantería, distinta a la necesidad, de introducir vocablos ingleses en el castellano, que invadía ampliamente el campo de la onomástica. Y recalábamos, claro está, en su libro señero de El español de hoy, lengua en ebullición publicado con prólogo de Dámaso Alonso en Editorial Gredos. En ese miércoles pasado al que llego tarde, amigos como Jorge Urrutia o José Antonio Pascual o García de la Concha, ya destacaron su gran labor de lingüista, o su cuidada atención en las traducciones de Wartburg o el Cantar de los Nibelungos, que intenté que editara Planeta y al fin lo hizo, en 1980, la Editorial Swan. La versión en prosa de Lorenzo lleva un importante y breve prólogo que nos enuncia la unidad del poema épico y las virtudes del cortés Rúdeger en cuanto vater aller tugende, padre o espejos de caballeros. O advierte la reiterada presencia de los verba dicendi, análogo al uso de la épica francés y que no ofrece el Cantar del Cid. Cabe destacar que, como buen maestro, Lorenzo se sentía orgulloso de la seriedad del «Estudio preliminar» realizado por su discípula y catedrática María Teresa Zurdo que ofrece la citada edición.

En una ocasión, Emilio Lorenzo me invitó a disertar en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, en la que ejercía de vicerrector. Le fallé, por cuestiones que no hacen al caso. Quería que hablase de la épica culta del Renacimiento partiendo de los poemas francovénetos que Pío Rajna denominó Geste Francor. En parte era la lección que escogí en mis oposiciones y que luego publicaría. Pero no fui a Santander. Es una deuda, como otras varias, que contraje con Emilio Lorenzo en mi trayectoria universitaria. También por ello, aunque llegara tarde, quería escribir estas líneas, cuando ya no escucharé su voz. Como tantas otras que se me fueron. Sin embargo nos queda su memoria, la palabra dejada que podemos existirla con la mirada que relea los Nibelungos o esa ebullición de la lengua española que se mueve agitada formando las cotidianas burbujas de un líquido caminante llamado tiempo.